23 de mayo de 2015

Tenemos una escuela del siglo XIX, unos profesores del siglo XX y unos alumnos del siglo XXI

Entrevista con Ignacio Calderón Almendros, profesor del Dpto. de Teoría e Historia de la Educación de la Universidad de Málaga. Premio Discapacidad y Derechos Humanos 2013-14 otorgado por el CERMI realizada por Alejandro Calleja, padre de Rubén, un chico con síndrome de Down obligado por la Junta de Castilla y León a escolarizarse en un centro de educación especial.
Acaba de publicarse tu último libro "Educación y esperanza en las fronteras de la discapacidad"que aborda la construcción de la identidad de las personas con discapacidad a partir del estudio de su hermano Rafael. ¿Cómo fue el proceso de elaboración hasta verlo publicado?
Ha sido un proceso extenso, complejo y sobretodo muy intenso. Se trata de un estudio arriesgado, pero sobretodo es mi investigación más íntima y expuesta emocionalmente, porque aborda la construcción de la identidad de mi hermano y la mía propia. Por eso, cuando hace poco una colega comentó del libro que “se distingue de entre muchos porque al leerlo, sientes”, entendí que algo del rico proceso vivido ha quedado en él. Así fue como se escribió: con ideas preñadas de emociones.
Las dificultades y la incomprensión me imagino que serían muy fuertes hace 20-25 años. La integración educativa parecía ciencia ficción. ¿Cómo fue?
Tengo el triste sentimiento de que aunque han cambiado muchas cosas, no han cambiado tanto. Veámoslo en algo más genérico: de la misma forma que hemos crecido y progresado como sociedad desde la transición, también se ha desvirtuado la democracia hasta el punto de no saber muy bien hacia dónde queremos ir. Nos hemos enredado en el proceso de conquistar nuestra libertad, lo que nos ha conducido a la actual crisis. De ahí el desencanto con la política… Pues en la educación ha ocurrido algo parecido. Hace unas décadas, las escuelas ordinarias comenzaron a abrirse para el alumnado con discapacidad, y era un camino penoso pero a la vez ilusionante. A lo largo de estos años, las escuelas han ido regulando lo que erróneamente llamamos inclusión (categorizando, etiquetando y protocolizando) hasta el punto de que muchas familias se han visto forzadas a llevar a sus familiares a la educación especial. Es casi un callejón sin salida. Todo está cada vez más regulado y controlado, con prácticas institucionales que encorsetan y constituyen obstáculos a la inclusión. La ilusión se ha ido perdiendo, puesto que la inclusión plantea retos complejos a todas las instituciones: a las escuelas, a las administraciones, a las familias, las asociaciones… Pero son retos que no podemos rehuir, porque de ello depende nuestro progreso personal y social.
Me imagino a tus padres convencidos de lo que querían para Rafael: lo mismo que para el resto de los hermanos. ¿Vuestra implicación como hermanos ayudó mucho en esta travesía?
Es curioso que un padre como tú no dude en descifrar lo que deseaban mis padres para la educación de mi hermano Rafael. Hace una década, una compañera y yo mismo presentamos la Investigación-Acción de mi familia en un congreso de la reconocida Collaborative Action Research Network. Una investigadora inglesa me preguntó: “¿Por qué queríais que él estudiara en ese centro?” A mí aquella pregunta me noqueó, porque nunca se lo habría preguntado con sus hijos, por ejemplo. De alguna manera, seguimos pensando que unos tienen derecho y otros no, que la escuela no es de todos. Creo que eso es lo que aprendimos a vivir de otra manera entre los hermanos y hermanas, gracias a nuestros padres: no se nos ocurriría hacer ese tipo de preguntas, porque aprendimos a entendernos como sujetos con los mismos derechos, a defenderlos de manera colaborativa y a cuestionar la normalidad. Y de esta realidad nos beneficiamos todos y todas.
Hablando de personas con diversidad, que en realidad estamos hablando de todos y todas, ¿por qué seguimos considerando distintos a algunos? ¿Por qué hemos avanzado tan poco en la igualdad real cuando es un derecho indiscutible?
Porque lo que para ti como padre es indiscutible, no lo es para la mayoría de la gente… Y esto tiene que ver con el miedo que nos invade, y nuestra obsesión por controlar y ejercer el poder. Nos asusta no ser aceptados, y vivimos desde la infancia un proceso de doma cognitiva y conductual que reniega de nuestras peculiaridades. Se castigan las diferencias, y a través del miedo nos convertimos en agentes controladores: porque en la medida en que digo que alguien es gordo, automáticamente me convierto en flaco; al decir fea, me convierto en guapa; al pronunciar tonto, me sitúo como listo. Así, decir que hay un colectivo “distinto” (sea cual sea el palabro que utilicemos) supone una falacia: que el resto somos iguales. Y en ese proceso, perdemos parte de nuestra humanidad.
¿Qué nos está pasando como sociedad para tener esta gravísima crisis moral?
Ese miedo nos está conduciendo a sobrevivir en lugar de vivir, como si estuviéramos en la selva. Como si la colaboración que nos ha traído hasta aquí fuera un estorbo en nuestras vidas y nuestras sociedades. Miedo en cadena que sustenta la jerarquía y los protocolos, y con ello la pérdida del sentido de la educación. Nadie parece tener responsabilidad porque todos seguimos órdenes. Por eso es necesario romper este círculo perverso.
Tenemos una escuela del siglo XIX, unos profesores del siglo XX y unos alumnos del siglo XXI. Habrá que sincronizar el reloj del tiempo, ¿no?
Necesariamente, y esa sincronización no va a venir de la mano del poder, ni por arte de magia gracias a las nuevas tecnologías, que parecen constituir hoy la panacea de cualquier ensoñación educativa. Ocurrirá cuando seamos capaces de cuestionar la función de las calificaciones y las clasificaciones en la educación obligatoria, y de dedicarnos por completo a que los niños y las niñas aprendan con deseo, respetando sus ritmos, circunstancias e intereses. Esa es la educación que deseo para mi hija y mi hijo, en la escuela pública y junto a alumnado de todo tipo. Una escuela en la que se aprenda a ser, conocer, sentir y hacer en colaboración. Un lugar al que se desea ir, porque alberga algo deseable para los niños y las niñas: descubrir y construir el mundo en comunidad.
¿Es una utopía que los padres podamos participar activamente en las aulas?
No solo no es una utopía, sino que es absolutamente deseable e imprescindible si queremos que todo el alumnado pueda tener éxito en la escuela. Está sólidamente demostrado que una de las variables más intensamente relacionadas con el éxito escolar es precisamente el grado de participación de las familias, y esto tiene que ver con que las familias establecen puentes entre las culturas de procedencia y la cultura que se trabaja en la escuela, lo que nos permite como educadores incidir en la zona de desarrollo próximo. Sin embargo, para que esto ocurra es necesario que comencemos a ver el aula y el centro como un espacio de vida y construcción, en lugar de un contexto de instrucción y reproducción.
La educación inclusiva es un derecho humano fundamental de todos los niños reconocido, por ejemplo, por la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU. Entonces, ¿por qué no se hace realmente efectivo? ¿Por qué nuestro propio Tribunal Constitucional no considera la educación inclusiva como un derecho fundamental?
Hace unos años, un compañero me hizo ver que buena parte de las preguntas que nos hacemos son erróneas: siempre nos preguntamos por qué, y casi nunca para qué. Si modificamos tu pregunta con este criterio, entonces pienso en los privilegios que mantenemos los que nos autodenominamos “normales”, en los intereses que nos mueven. Cada uno de nosotros excluye por miedo a ser excluido, y en el mantenimiento de este orden social y escolar, creemos salir ganando. Siempre es el hijo o la hija de otro quien es excluido. Apuesto a que todos los implicados en la segregación de tu hijo no tenían implicación personal en el tema, porque de lo contrario no habrían dudado del derecho que asiste a Rubén o que asistía a mi hermano, como nos ocurre a ti y a mí. Pero no fue así, y en este status quo nos socializamos naturalizando las desigualdades, como aquella investigadora que osó inocentemente hacerme una pregunta tan discriminatoria…
Las familias tenemos el derecho reconocido a escoger el tipo y modelo de escolarización. Entonces, ¿por qué se nos imputa un delito penal de abandono familiar cuando estamos luchando por el derecho y la dignidad de nuestros hijos? ¿No serán otras instituciones las que realmente los están abandonando?
La sociedad y sus instituciones pretenden disuadir cualquier iniciativa que cuestione fuertemente el actual curso de las cosas. Seguimos entendiendo la educación como un molde, inamovible e incuestionable. Esto lo ejercemos los padres y madres, los docentes y en general es así como se produce la socialización. Necesitamos sentirnos seguros en el grupo, y con esa arma se ejerce una suerte de chantaje social: te doy mi amparo si te sometes a mis reglas. De esta forma, aprendemos a situarnos del lado de las instituciones hasta el punto de que cualquier otra opción parece fuera de toda lógica. Yo creo que algo así es lo que está ocurriendo en el caso de vuestra familia y de otras en similares circunstancias. Pero esas injusticias se sostienen en una precariedad argumental que no debería ser difícil derribar (romper el molde), porque decir que vuestra opción de resistencia es fácil o fruto de una dejación de funciones es simplemente irrisorio. Se pone el foco en el lugar equivocado, y con ello queda impensado lo que causó el problema: que la institución escolar no está diseñada para todo el alumnado, a pesar incluso de la legislación internacional que nos obliga a ello. Tenemos que lograr cuestionar el proyecto homogeneizador de la escuela.
Desgraciadamente las asociaciones que se dedican a la diversidad funcional realizan una labor útil pero son esclavas de quienes las financian. Solcom como asociación independiente es la que se atreve a denunciar públicamente. ¿Tendríamos que madurar como democracia y sociedad y no depender del color político de quien nos gobierna?
Las asociaciones de personas con discapacidad y sus familias han constituido un acicate para las mejoras que se han producido en las últimas décadas, pero a la vez han sido esclavas del proceso de doma que constituye la socialización, especialmente por ser esclavas de las políticas de subvenciones. No se puede ser demasiado crítico con la administración si depende de ella que nuestra organización siga adelante, con sus recursos personales y materiales. De tal manera que se iniciaron para romper con las concepciones sociales imperantes acerca de la discapacidad, y a menudo se convierten en sustentadoras de la segregación. Y dentro de ellas, el papel que estamos jugando los profesionales está resultando fundamental para que las asociaciones reproduzcan las ideas hegemónicas de la discapacidad, en lugar de cuestionarlas y transformarlas, que es el principal objetivo que se propusieron al constituirse. En cualquier caso, hay ejemplos de asociaciones, colectivos y acciones que están rompiendo con esta dinámica.
Veo la educación como un barco a la deriva, pues lo gobierna el político de turno que es incapaz de llevarlo a buen puerto. ¿No crees que si toda la comunidad educativa (docentes, padres y alumnos) tomase cartas en el asunto nos iría a todos mejor?
Definitivamente. La transformación de la escuela tiene que venir del impulso de un profundo respeto al ser humano. Respeto a la naturaleza de los niños y las niñas, no como futuros adultos, ni como futuros trabajadores, ni como individuos estándar. Respeto al valor de la maternidad y la paternidad, como actividades guiadas por el amor y la realización que trascienden infinitamente las dinámicas de supervisión de las tareas escolares. Respeto a la docencia, como actividad abierta a la reconstrucción continua de la realidad a partir de las necesidades de los niños y las niñas. Y respeto a la ciudadanía en general, como posibilidad que se genera en el ejercicio de la participación real. Tenemos que hacer un esfuerzo por entender que no podemos delegar las responsabilidades que nos tocan, y que cada persona y colectivo tiene algo que aportar al resto para construir una educación para todos y todas. Y eso sólo puede venir de la confianza mutua y del interés compartido por contribuir al desarrollo de los niños y las niñas, y que tiene que cristalizar en la participación.
Termino como siempre: lo mejor está por llegar. Caminamos hacia una tierra de esperanza y sueños en este tren cuya próxima estación se llama Justicia y se encuentra en Estrasburgo. Seguimos… pues al final ganaremos todos.
Yo os deseo justicia, y traigo tus deseos a mi contexto profesional, donde sitúo la esperanza y los sueños en la transformación de los educadores, como germen de esa necesaria reconstrucción de la escuela.

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Nicolau tiene 8 años y dos ordenadores que maneja como le da la gana, está acabando con vida del tercer iPod y no soporta ruidos fuertes. Empezó hablar antes en inglés que en catalán o castellano. Su primera palabra era “dit” – dedo en castellano – yo estaba de viaje y me llamaron desde casa para decir: ha dicho “dit”.. todavía recuerdo la habitación del hotel donde entonces estaba.. grabada ya para siempre en mi cabeza… Nicolau esta dentro del Trastorno Espectro Autista y su mundo es sorprendente y enriquecedor, es un privilegio estar invitado a conocerlo. Quiero que lo conozcas también.